domingo, 12 de diciembre de 2010

DURMIENDO CON MI ALMOHADA


DURMIENDO CON MI ALMOHADA

Eran las tres de la mañana cuando regresaba a casa, emborrachado de whisky y perfume. Había caminado por las calles desiertas durante horas. Esta noche el alcohol se había acoplado en su cabeza zarandeando sus pensamientos aletargados. No recordaba qué era lo que le había echo salir corriendo de aquel establecimiento, si las risas fingidas de aquellas mujeres que enjuagaban su tiempo entre vino e hipocresía o la necedad de las conversaciones que escuchaba cada noche tras haber tomado dos copas. Sólo reconocía que era el momento de escapar de todo eso, era el momento de regresar al hogar. Allí lo esperaba su compañera, esa que había estado a su lado en los momentos difíciles. Esa que había aguantado pacientemente sus noches de juerga y su despecho por la vida.
¿Cómo había podido estar tan ciego?
¿Cómo había ignorado a la persona que dormía a su lado?
A veces, somos así, nos dejamos deslumbrar por falsas estrellas que brillan sin luz propia, corremos tras ellas, intentando atraparlas porque lo oculto nos atrae, nos seduce, nos introduce en ese yo enigmático que juguetea con la vida, los sentimientos. Despierta la parte primitiva de la persona, el animal que corretea dentro de nosotros, y se alimenta de nuestras miserias. E ignoramos las pequeñas luces que relucen a nuestro alrededor intentando hacerse un hueco en nuestro corazón, pero como lo tenemos tan cerca, tan accesible, ignoramos.
Eso le había pasado a él, se había dejado deslumbrar por aparentes quimeras y había apartado la luz verdadera que brillaba a su lado. Pero esta noche, el alcohol fiel aliado del alma, había destapado su parte inconsciente, esa que duerme al acaparo del miedo y de nuestras carencias, ocultándose para no tener que enfrentarse a aquello que nos zarandea. Así que después de deambular por la ciudad buscando respuestas a todas sus preguntas decidió regresar a ese lugar del que había huido hacía ya varios meses, porque aunque su persona, la parte física de su yo, regresaba cada noche a dormir al lado de aquella mujer, su otra parte permanecía lejos de ella, tan lejos que a veces ni él mismo conseguía alcanzarlo.
¿Cuánto tiempo hacía que no la miraba a los ojos? ¿Cuánto tiempo hacía que no la veía sonreír? ¿Cuánto tiempo hacía que no se preocupaba de otra cosa que de si mismo?
Recordó avergonzado las primeras veces que regresó a casa  a altas horas de la noche ebrio de ilusorias sonrisas y juguetonas miradas. Y cómo ella dolida y aturdida le recriminaba su tardanza y su indiferencia.
Humillado, bajó su cabeza, detuvo sus pies, y se adentró en el mundo siniestro de sus recuerdos. Pero no quería recordar aquel tiempo, no podía soportar el dolor que había palpado en su rostro, el dolor que había fraguado en sus entrañas. En este instante, intuía que la ceguera había empañando sus ojos, el egoísmo se había hecho su compañero, ese que siempre lo acompañaba, lo presentaba a las demás bajezas del mundo, esas que apartan lo puro, lo ecuánime, lo insólito, lo verdadero.
No, no quería recordar aquellas noches en las que ciego de emociones y empachado de ego, la despachaba con palabras vacías y dormía placidamente. Ignorando que ella permanecía en vela, noche tras noche, debatiéndose entre la agonía y la cordura para poder mantener su templanza.
No, no quería recordar la de veces, que ella peleó, luchó, batalló para que regresara a casa sediento de sus besos y hambriento de su cuerpo. Pero él, miraba con las gafas sin vidrio del miope que no ve más allá de sus narices. Porque no podía contemplar lo que tenía cerca, ya que lo que observaba de lejos lo veía borroso, enigmático, inaccesible. Y le instaba a marcharse a saborear el sabor de lo desconocido, de lo nuevo, lo escurridizo.
No, no quería reconocer que  así fueron pasando los días, las semanas, los meses. Hasta que ella dejó de recriminarle su tardanza, se apeó de la carreta de su vida, para caminar sola, sin su apoyo, sin su aliento. No, no quería verlo, no podía soportar la idea de que la había abandonado a su desdicha, sin una mano donde apoyarse, sin un soplo de aire cuando se asfixiara, la había dejado sola, completamente sola en este mundo desierto.
Ahora reconocía, que él vivía ausente de todo aquello que no estuviera dentro de su piel, vivía su vida, sin percatarse de que a su lado, cada noche un cuerpo temblaba de pasión al roce de su mano, al olor de su cuerpo.
Recordaba con dolor la de veces que ella se acurrucaba en su regazo cuando él cansado de pícaras miradas y juguetonas palabras regresaba a casa, pero aquel hombre, ese que ahora se debatía entre lo real y lo efímero, permanecía impasible ante aquellas muestras de amor y dormía al amparo de las botellas vacías de ron y de las burlonas cosquillas de esas mujeres que despertaban la fiera hostil que luchaba por encontrar salida en este mundo.
Si, ahora distinguía que ella un día cansada de tanta indiferencia, se giro, le dio la espalda y durmió sin esperar ya nunca más nada. Y él sumido entre dos mundos, no se percataba de nada, actuaba como si la escena de su vida, aquella en la que un día fue feliz, se hubiera congelado, aplazado, a espera de que él volviera. Sin comprender que el tren de la vida, no se detiene.
Exhausto, no queriendo detenerse en sus pensamientos, retomó su camino. El silencio reinaba en el ambiente, las calles desiertas, en penumbra y alumbradas por la sola luz de varias farolas, eran sus compañeras. El cielo estaba cubierto de nubes, pero en uno de sus huecos pudo contemplar el halo de la luna llena que de vez en cuanto, entre nube y claro, aparecía. Por primera vez después de muchos meses, se detuvo a contemplar la noche. Esa que le había acompañado tantas horas de lujuria, descontrol y desatino. Esa que le había invitado a  alejarse de su rumbo, tentándolo con los hechizos ocultos del destino.
En las viviendas con las que se topaba a su paso, las luces permanecían apagadas, en esos hogares, el ritmo de la vida seguía su curso. Eran las tres de la madrugada, y entendía que ahí, debajo de esos techos, era donde se lidia con lo mundano, con las realidades agazapadas, con lo cotidiano, y porqué no, también con lo nimio, lo aburrido. Pero, así es la vida, o llena de vaivenes o empachada de rutina. 
Esta noche, el plomo corría por sus venas. Se adentraba en los confines oscuros de sus adentros. Se resguardaba del frío con La chaqueta de cuadros que le cubría hasta las rodillas, y la bufanda azul regalo de su último cumpleaños. Pero todo esto se interponía en su caminar, era una pesada carga, hoy hasta su piel le incomodaba.
Esta noche, después de muchos meses ese hombre que se había preñado de miserias, de vacuos momentos, de falsedad simulada, de horas de tedio y agujeros, había dado a luz… y entre dolores había comprendido que había parido su desconsuelo, su descontento, sus insatisfacciones, sus voces calladas, sus silencios escupidos, su ira contenida.
Se reprochaba su comportamiento, había vivido encerrado en su castillo de cristal, pasando indolente por su lado. Él se había justificado con la falsa excusa de responsabilidad en el trabajo, de necesidad de espacio, de horas de ocio. Pero no había argumento capaz de acallar a su conciencia, el sabía que aunque su cuerpo estaba allí, a su lado, durmiendo al otro lado de la cama, su sombra, ese animal sediento de carne y de sangre despedazaba la vida entre copas, humo y mujeres sin alma.
Aunque alguna noche, cuando el firmamento le gritaba que despertara, que se pusiera las gafas y mirara aquello que sólo las mentes sanas pueden ver. La abrazaba en silencio, a hurtadillas para no enfrentarse a sus ojos, a su belleza intacta. Así día tras día, unas veces fingidamente saciado de vida, entonces dormía placidamente ignorando a aquella mujer que lloraba entre las sombras, y otras veces, se acostaba a su lado, le hablaba, le contaba sus problemas, sus miserias, pero ella no reaccionaba. Entonces él le reprochaba su silencio, su indiferencia, su desdén.
Lo que él no apreciaba era que al principio ella reaccionaba al tacto de sus manos, esperanzada en su regreso. Pero poco a poco, se le apagó la llama, y esa piel que se retorcía por un aliento, por un encuentro, dejó de sentir.
Y el tiempo fue pasando y aquellas luces que brillaban tan altas, fueron desapareciendo, y donde había destellos, ahora sólo encontraba oquedades. Aquello que era accesible se hizo inalcanzable y entonces  apetitoso para su boca hambrienta.
Así que allí se encontraba él, delante de la puerta de entrada de su hogar, con un aborto entre sus piernas, y luz ante sus ojos. Sabía que era hora de traspasar el umbral, de reconciliarse con su vida. De pedir perdón, de valorar lo que se cobijaba detrás de esas paredes.
Angustiado, sin mucha premura introdujo la llave en la cerradura, esa que tantas noches se había resistido a su violación, a esa penetración sin sentido, sin motivo, sin alegría. Noche tras noche había abierto esa puerta, la había franqueado, sin ningún tipo de remordimiento, incluso se había acostado a su lado y acariciado sin inquietud. Pero hoy algo le hacía presagiar lo inevitable.
Cerró la puerta despacio, intentando no alterar el silencio que allí reinaba. Depositó su abrigo en el perchero y las llaves en el aparador de la entrada. Alzó la vista  y pudo contemplar su imagen reflejada en el espejo, pero lo que allí distinguía no era lo que él reconocía en su cabeza como su persona. Su pelo se había cubierto de canas, su vientre se había abultado, sus fachas eran descuidadas, desahuciadas. Se observó las manos, antes tersas y delicadas y ahora arañadas, desajustadas.
¿Cuánto tiempo hacía que no se contemplaba tal y como era? ¿Cuánto tiempo llevaba oculto detrás de esos muros que lo disimulaban?
Caminó despacio por el pasillo que lo llevaba a su alcoba, inserto en sus pensamientos moribundos. Cuando hubo alcanzado su aposento,  se acercó a la cama y lentamente se aproximó hasta el otro lado, donde ella dormía. La contempló bajo la tapa, dormía plácidamente sin realizar ningún ruido. Destapó la manta para besar su rostro y con desolación advirtió que sólo era una almohada dispuesta en el otro lado de la cama.
Desconcertado encendió la luz, para avistar con más acierto qué era aquello con  lo que había estado durmiendo durante mucho tiempo. Efectivamente, era la almohada con la que ella dormía, que se hallaba dispuesta a lo largo del lecho. Enfurecido, tiró de ella con fuerza para lanzarla por los aires, contemplando que junto a la almohada volaba también una hoja de papel. Confuso se agachó a recoger el pedazo de papel, advirtiendo que era una carta manuscrita, con la letra de ella. ¿Cuánto tiempo llevaría la carta bajo la almohada?
Con las lágrimas recorriendo su rostro, se sentó para leer detenidamente sus palabras. Poco a poco deshizo el pliego de papel, que se hallaba doblado en 4 pliegues y comenzó a leer.
La fecha era de hacía ya dos meses y comenzaba diciendo:
Lo siento mi amor, pero me marcho…
Se detuvo para enjuagarse las lágrimas que con más fuerza se deslizaban por su rostro, no podía controlar ese manantial de sentimientos que se había desatado, ese río imperfecto que se había apoderado de su templanza, su control.
Más tranquilo, reanudó la lectura:
Aprendí a vivir sin ti. Hubo un día en el que te necesitaba más que el aire para respirar. Pero tú me apartaste de tu lado. Me obligaste primero a caminar junto a tu carreta, porque yo era una pesada carga para ti. Más tarde a unos pasos más atrás, porque tú corrías tras el viento a mucha velocidad y yo no podía alcanzarte. Hubo un tiempo en el que me asfixiaba, sentía que el aire me faltaba si estabas lejos, pero aprendí a respirar menos, a necesitar menos aire para sobrevivir. Algunas veces te aproximabas a mí y entonces el aire volvía a mis pulmones, pero seguidamente volvías a marcharte, provocando en mí el sofoco, la asfixia.
Entonces comprendí que debía aprender a vivir sin aire. Y así lo hice. Tú te fuiste alejando y yo también me fui, lentamente primero, esperando a que regresaras, a que comprendieras que tampoco tú podías respirar sin mi aire. Pero más tarde advertí que no necesitabas nada de mí, que respirabas otro aire más fresco, menos viciado. Entonces me sumí en la más infinita tristeza, pero tú nunca lo viste. Nunca advertiste que me moría poco a poco, que matabas mi alma con tu desprecio, tus desaires, tus idas y venidas.
Un día llegaste tarde, te acurrucaste a mi lado y rozaste mi rostro, yo me giré para besarte y pronunciaste otro nombre que no era el mío. Entonces comprendí que era hora de marcharme, que nunca me verías, que nunca valorarías lo que era, lo que fui. Así que poco a poco aprendí a no necesitar tu aire, hasta que llegó un día en el que aprendí a respirar sin ti.
Así que me marcho, dejo mi almohada en mi lugar…
¿Cuánto tiempo hará falta para que te des cuenta de que duermes con mi almohada? ¿Cuándo te darás cuenta de que me he ido?
No me busques, me he marchado lejos, nunca más volveré. Mataste mi alma.

Con la miseria como compañera, arrugó el pliego de papel y lo lanzó contra la almohada depositada en el suelo. Enfurecido, más consigo mismo que con los demás, advirtió que en su alcoba sólo había una cama, no había nada más que eso.

¿Con cuántas almohadas has de dormir hasta darte cuenta de que nadie respira tu aire?

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