lunes, 4 de octubre de 2010

LA MIRONA DE RECUERDOS

LA MIRONA DE RECUERDOS

Como cada día, encerrada en su destierro, ella vaga olvidando su destino. Su caminar es pesado, lento y su rostro denota la derrota en la batalla.  Lleva años enfadada con el mundo, enojada con ella misma e incluso con todo aquello que desconoce y admira.

La onda de sus cabellos le acaricia la mejilla y ella lo aleja de su rostro para evitar que ese roce acune su corazón.

Cada día de regreso a la trinchera, su mirada se detiene en la casa de la colina, las carcajadas de unos niños detienen sus pensamientos siempre controlados y comedidos, percibe una interrupción incontrolada.

Detiene sus pies y mece su alma con la música que se instala en sus oídos. Ese instante la aleja de su mundo, de su realidad, de su camino. Pero permanece allí como una mirona de recuerdos.

Una familia feliz habita esa casa. Un coche rojo estacionado en la verja, una bicicleta a la espera de un cambio de rueda, un padre que canturrea canciones  mientras observa la vida a su alrededor, una mujer que corre detrás de una pelota mientras sus hijos ahogan el silencio de la soledad con gritos de alegría.

Por lo que cada día, se detiene, observa la casa de la colina, escucha las risas, los gritos y el chirriar de las ruedas y se instala por unos minutos en ese escenario.
Sonríe radiante cuando los observa.

Al hijo pequeño se le ha caído un diente, el padre ha cumplido años y festejan el aconteciendo, la madre salta de alegría, ha conseguido finalizar su obra.  La pequeñaja actúa en una obra de teatro y todos sonríen al verla bailar. El padre mira a la madre, ambos asienten, han hecho una buena labor. Es una familia feliz.

Las risotadas trasmutan su estado, transforman su semblante. Hay una familia feliz en la casa de la colina.

El reloj sigue su curso y ella debe continuar su camino, ir al encuentro de ese destino que la espera en silencio, callado, asfixiado.

Sólo ese instante la mantiene unida a este mundo, sólo ese momento le permite poder afrontar su realidad.

Así pasan las estaciones y la mirona de recuerdos dibuja una sonrisa cada vez que contempla la casa de la colina.

Pero hoy, para su desconsuelo, por más que se aproxima no escucha las voces de los niños.  El humo de la chimenea dibuja imágenes en el aire, pero el silencio es el ruido reinante en aquel paraje.

Desconcertada, intenta acercarse para escuchar esas risas calladas, pero en vez de eso, escucha lamentos en el aire. Estremecida por ese clamor, se concentra en el sonido, y escucha claramente un llanto desgarrador.

Contrariada por lo que siente, retrocede sobre su marcha e intenta apresurar el paso, intentando escapar de aquel llanto ahogado que truena de aquellas paredes. Pero no lo consigue. El llanto de esa mujer se instala en su cabeza pidiéndole avanzar en su camino.

Así, que se aventura a aproximarse a la casa de la colina. Jamás ha estado tan cerca, jamás la mirona ha ojeado a través de la ventana la escena. Jamás había sentido la necesidad de verificar sus pensamientos…

Empina sus pies y abre sus grandes ojos para poder contemplar lo que ocurre en esa vida, puede ver como esa madre feliz que reía jugando con sus hijos, está llorando junto a la chimenea,  mientras el padre contempla el fuego ensimismado por el chirriar de las llamas.

Él no se percata de que ella llora, de que ella sufre…

Menea su cabeza e intenta gritarle al oído. Pero él no la escucha, permanece inserto en la visión del fuego, y ella parece invisible ante sus ojos.

Entonces, para hacer oír su voz, grita con todos los sonidos que su garganta conoce, grita y grita y sus palabras no forman tonos en el aire…

La angustia la corroe, el dolor tira de con fuerzas hacia dentro, hacia la cuna de su existencia, no puede contener sus lágrimas, no puede controlar ese sentimiento que ha nacido al contemplar la escena…

-     ¡Mírala, por favor, mírala! Le grita sin obtener respuesta
-     ¡No ves lo que está sufriendo! ¡despierta, por favor despierta y mírala!

Pero nada parece inmutar el acto de esta tragedia.

Cansada de tanto dolor, se gira sobre si misma y continúa su camino, como cada día, como cada tarde.

Y así van pasando las estaciones y el llanto desgarrador cada vez se escucha con más fuerza. Ella tapa sus oídos para no oírlos, pero se emplaza en sus sentidos como flechas.

Hasta que un buen día, ésta deja de oír el llanto, deja de oír plegarías en el aire, se olvida de la casa de la colina y cambia de rumbo, de dirección. Hace las paces con la vida, con su vida. Desaparece de ese escenario que tanto dolor le causa y dibuja sueños en el aire, sueños de felicidad y amor.

Y llega el verano caluroso y pesado, y el otoño, donde todas las hojas secas se caen, y el invierno, frío y triste pero con esperanzas de que llegue la primavera y  vuelve a llegar el verano… esta vez cargado de luz y compañía.

Y hoy mi querida mirona camina serena, con el sol acariciando su cabeza.
Hoy sonríe feliz... Ahora, pasea con dos niños de la mano, los observa y los ama profundamente, alguien la mira en silencio, la admira, la apoya y aunque el no se lo dice, lo siente.

Pero al pasar junto a la casa  de la colina, ésta la sigue hipnotizando, la sigue capturando en su agonía, en su sufrimiento.

Ya ha cesado el llanto desgarrador. Se le han escapado los sonidos, ya no truenan en su cabeza como el retumbar de las abejas. El humo no dibuja el cielo y el coche rojo no adorna la puerta. Pero al mirarla, la soledad se instala en su interior, algo la insta a acercarse, a despejar sus dudas, sus sentimientos.

Se asoma por la ventana y no ve a la joven llorando, ni a los niños jugando, ni muebles, ni libros, ni enseres, sólo puede observar al padre feliz que sigue mirando el hueco de la chimenea apagada.

Un impulso la empuja a adentrarse en aquella casa, y se sienta a su lado sin pronunciar palabra, le coge de la mano y lo acuna en su silencio. El padre la mira con callada aptitud y gira su cabeza hacia la chimenea apagada.

-     ¿Qué es lo que contemplas? ¿Qué haces aquí? Le pregunta ella en silencio.
-     El resplandor de las llamas, mantengo el fuego encendido para que cuando ella vuelva, encuentre nuestro hogar caliente. La echo de menos, y sin ella la casa está fría.  Le contesta él sin mucho aliento.
-     Ella no volverá… se han marchado lejos.
-     Volverá, sé que volverá… dice él con aire convencido.


Entonces ella se inclina, le acaricia el rostro y lo mira delicadamente. Al contemplarla, él deja caer una lágrima.

-     Llevas años mirando la chimenea, ignorando mi llanto y mi agonía ante tu silencio desolador. Tuve que marcharme, tuve que escapar de ese silencio que me devoraba el alma.
-     ¡pero si yo te quería! Eras mi vida, mi aliento…
-     Ahora lo sé, yo si lo sé. Pero antes no pude entenderte, no pude comprender tu soledad del alma, tu miedo contenido y controlado. Tenías tanto miedo a perder que olvidaste demostrar tu amor. Tenías tanto miedo a la soledad que creaste un muro con el que tapabas tus sentimientos y emociones. Tenías el corazón tan dañado que no me permitiste ver tus debilidades, tus carencias, tu dolor… camuflándolo con indiferencia, silencios y ausencias. Y lo único que hizo fue separarme de ti.
-     ¿Qué puedo hacer para que vuelvas? ¿Qué hacer para dejar de quererte? ¿qué hacer para continuar viviendo?
-     No dejes jamás de quererme, quiéreme en cada persona que conozcas, reconoce tus errores y rectifica.  Me tuve que marchar para que tu aprendieras, para aprender yo, para enseñarte a valorar, a apreciar… jamás volveré, encontré mi felicidad, y tú debes encontrar la tuya…

Un hombre permanece delante de una chimenea encendida, mirándola ensimismado. Un ruido lo saca de su hipnosis, sacude su cabeza y mira a su alrededor. Contempla  a la joven que se encuentra apoyada sobre su hombro y dice:
-     ¿Sabes que eres lo mejor que me ha pasado en mi vida? ¿Sabes lo mucho que te quiero? No permitas que deje de repetírtelo jamás.

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